Pensé que ya estaba claro cuál sería mi precio y que el valor de mi trabajo estaba establecido. Sin embargo, esta incógnita siempre fue algo que me costó descifrar. La trayectoria y los años en el medio me dieron la certeza de cuánto valgo, tanto como persona como profesional, y de todas las cualidades que siempre me acompañan.
Recuerdo mi primer encontronazo en este tema con un fotógrafo. No mencionaré su nacionalidad ni su nombre, pero aún tengo muy presente la experiencia. Yo era nuevo en la ciudad y cobré $1,000 por mi primera boda, que duró casi 10 horas. Para mí, esa cantidad era mucho dinero por un solo día de trabajo. Este fotógrafo vino a ayudarme como segunda cámara mientras yo aprendía, y además llevé una asistente que, por cierto, se desmayó de hambre por tantas horas de trabajo. A pesar de todo, la boda salió bien y los clientes quedaron satisfechos.
Al repartir las ganancias, este chico que me ayudó me cobró $500 por el día de trabajo. Le di $250 a la chica asistente, y me quedaron solo $250 a mí, el fotógrafo principal, el que consiguió el trabajo, y el responsable de toda la fotografía del evento. No mencioné que la boda estaba a una hora de mi casa.
Ya entregado el dinero, me tocaba editar casi 2,000 fotos. En mi inexperiencia, le había prometido al cliente que le entregaría todas las fotos editadas. Me tomó ocho horas más para editarlas, ya que incluían las de mi cámara y las del chico que me ayudó. Cuando terminé y entregué todo, me senté exhausto a hacer cuentas. Había trabajado 18 horas por $250, lo que significaba que me pagué a mí mismo $13 por hora. Y fue ahí, créanme, donde aprendí una valiosa lección.
Meses después, mi mentalidad, mis acciones y mis precios cambiaron. Comencé a cobrar más porque la gente empezó a valorar mi trabajo. Aquí es donde retomo la historia del fotógrafo que mencioné antes. Según él, existía un “sindicato ficticio de fotógrafos” que, supuestamente, se había reunido para acordar precios, porque decía que yo estaba “dañando el mercado” al cobrar caro.
Ese día me di cuenta de que iba por el camino correcto. No se trataba de cobrar más o menos, sino de aprender a valorar la profesión que elegí. ¿A dónde quiero llegar con este post? Nadie tiene que decirte cuánto vales, ni ponerle precio a lo que haces con tus manos y tu inteligencia. Yo, al menos, vivo en Estados Unidos, un país de libre mercado, donde puedo poner los precios que considero justos y decidir quién será mi próximo cliente. Si alguien quiere un trabajo de calidad, con lealtad y compromiso, tiene que pagar por ello. No solo mantengo mi negocio, también contribuyo al crecimiento del tuyo.
Me sorprende ver cómo, como creador de contenido, hay personas en esta ciudad haciendo lo mismo que yo, pero con una actitud destructiva. Se acercan a mis clientes para ofrecer sus servicios a un precio más bajo. Si un cliente acepta esa oferta, es el cliente quien deja de ser leal, no yo. De lealtad hablaremos otro día. Lo que me impresiona es que están dispuestos a bajar tanto sus precios que su trabajo deja de ser inteligente y se vuelve más pesado, porque tienen que trabajar más por menos. No me parece coherente. En mi opinión, son ellos los que están dañando el mercado. Pero, como dije antes, este país es libre económicamente, y cada servicio tiene su clientela.
Solo recuerden la diferencia entre la resaca que te deja un whisky barato y la que no te deja un whisky caro. Al final, ustedes deciden qué whisky comprar. Esta conclusión es válida para todos los rubros de trabajo.
Sabías palabras hermano, siempre tendrás mis respetos y mi admiración.